Los primeros ejemplares de nuestra especie competían con los leones para cazar cebras y gacelas en el Serengueti africano. Dos mil siglos después, los leones siguen cazando las mismas cebras y las mismas gacelas con los mismos métodos y en los mismos lugares que lo hacían entonces. Nosotros, en cambio, hemos colonizado todos los rincones del planeta y hemos logrado unos niveles de prosperidad y bienestar inconmensurables.
¿Cómo lo hemos conseguido? Pues gracias a ese kilo y medio de masa gelatinosa que tenemos entre oreja y oreja que llamamos «cerebro» y que nos proporciona una inteligencia natural con la que generamos tres tipos de ideas: las científicas, que nos permiten entender el funcionamiento del universo; las tecnológicas, que ponen al alcance de los mortales cosas que los pensadores de la antigüedad creían que solo podían hacer los dioses todopoderosos -desde volar como Mercurio hasta oír conversaciones a distancia como Odín- y, finalmente, las ideas sociales, con las que organizamos y coordinamos economías de miles de millones de personas, en las que cada uno lleva adelante una pequeña tarea pero donde entre todos lo hacemos todo. Como individuos somos patéticamente inútiles, por eso los humanos que sobrevivieron a los ataques de las fieras del Pleistoceno trabajaron en equipo. Nosotros somos los descendientes de aquellos que supieron formar pequeñas sociedades en las que todos se ayudaban. De ahí surge nuestra fuerza como especie, la fuerza que ha hecho posible que los humanos escriban una historia incomparable a lo largo de los siglos.