Desde pequeño me interesó el tema de la navegación indígena en el Pacífico, y, en particular, los problemas que afrontaron los navegantes polinesios. Este interés nació tanto de las lecciones aprendidas en el mar, como de las actitudes que absorbí de niño al asistir a clases en la escuela nativa del poblado de Titekaveka, en Rarotonga, una de las Islas Cook. Mis recuerdos de aquellos tiempos incluyen arrastrar los pies por la cálida arena roja, vestido tan sólo con un pareo y, en las noches de luna llena, observar a escondidas, con mis amigos, los grupos de hombres silenciosos que envenenaban a los peces del lago con el fruto machacado del utu (lo cual estaba prohibido por ley), así como observar también la danza hula, cuyo provocativo mensaje le resultaba perturbador incluso a ese joven inocente. De particular importancia fueron los relatos de viajes antiguos que escuchaba hechizado, contados a mi padre por nuestro primo Tumu Korero, Guardián del Conocimiento Tribal. Ya a la luz más crítica de la madurez, llegué a comprender que esos relatos de viajes, y los que pude escuchar en labios de mis otros primos, tenían una intención claramente poética y alegórica, lo que no impedía a mis primos tener en general el convencimiento de que el océano no era un lugar hostil, sino su hogar. Hoy en día, esta actitud aún persiste entre los polinesios y los micronesios.